Cuba exporta la traición estalinista
Lugarteniente del Kremlin en África
Cuba exporta la traición estalinista
Traducido de Workers Vanguard No. 219, 17 de noviembre de 1978. Esta versión fue impresa en Spartacist en español No. 07, junio de 1979.
“La derrota del imperialismo en Angola es el golpe más fuerte por él sufrido en Occidente en toda la historia”, dijo el conocido novelista colombiano Gabriel García Márquez, dándoles el mérito a los dirigentes cubanos, a quienes elogió por “la velocidad y tranquilidad con que actuaron, dándose perfecta cuenta de las consecuencias”. Aun permitiendo la exageración literaria, la evaluación histórica es desproporcionada. Pero el entusiasmo de García Márquez por la “misión revolucionaria” de Castro en África es característico de toda una gama de izquierdistas, en búsqueda de una causa popular desde la terminación de la guerra de Vietnam.
Aunque esta reacción era más bien típica de los nacionalistas “tercermundistas” y los filoestalinistas, también se manifestó entre aquellos que reclaman la herencia revolucionaria del trotskismo. Entre los dirigentes del mal llamado “Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional” (SU) de Ernest Mandel, el más atrevido fue el locuaz guerrillero de salón Livio Maitan quien proclamó que “el compromiso decisivo de Cuba con una crucial batalla antiimperialista tiene pocos precedentes en la historia de décadas pasadas…” (Inprecor, 18 de marzo de 1976).
Pero aún el ala, socialdemócrata y reformista del SU, encabezada por el Socialist Workers Party (SWP) de los Estados Unidos, corrió al lado de Castro. En las páginas centrales del Militant del 28 de julio de 1978, la introducción a un importante artículo por el veterano dirigente del SWP Joe Hansen —“Cuba y África”— declaraba que algo que no había cambiado durante los 20 años transcurridos desde la Revolución Cubana era “el apoyo de la dirección castrista a las luchas antiimperialistas alrededor del mundo.”
El artículo de Hansen sirve hoy día de introducción a un libro recopilando sus escritos sobre Cuba. Dynamics of the Cuban Revolution (New York, Pathfinder Press, 1978). Aquí Hansen caracteriza el último giro en la política exterior de Castro como una confirmación impresionante de su caracterización ya consagrada (tanto por él como el SU) de Cuba como un estado obrero sano y no estalinista, y de Castro como un marxista revolucionario. Hansen hace la pregunta:
“¿Qué demuestra la creciente influencia de La Habana en los asuntos africanos acerca del estado actual de la Revolución Cubana? ¿Se ha enquistado una casta parásita en Cuba? ¿Se ha degenerado la revolución hasta el punto de que hoy deba decirse que un régimen estalinista ha usurpado el poder? ¿Juzgando a posteriori debe reconocerse ahora que la Revolución Cubana tuvo una dirección estalinista desde el comienzo? ¿O es que los nuevos sucesos indican otra cosa, la continuación de una política de extender la revolución internacionalmente, de esta manera yendo en contra de la política estalinista de ‘coexistencia pacífica’ con las potencias imperialistas y el sistema capitalista?”
Su respuesta:
“Pero en África, las actividades cubanas han aumentado considerablemente la instabilidad a costa de las potencias imperialistas. Castro ha seguido un camino que cerraba, en vez de invitar, la posibilidad de un arreglo con el imperialismo norteamericano. Este solo hecho es prueba decisiva contra la aseveración de que los eventos en África significan que una casta burocrática endurecida se ha apoderado de Cuba.”
Algunos de los argumentos de Hansen son francamente ridículos, como su intento de atribuirle a Castro una independencia de iniciativa en África alegando que el Kremlin podría haber utilizado mejor letones, polacos o checos, siendo que “Cuba queda más distante del escenario”. Otros son descaradamente antimarxistas, como su “crítica fraternal” instando a Castro y Cía. a “ir hasta el final” en vez de limitar la política externa cubana al “antiimperialismo”:
“Los cubanos parecen estar principalmente interesados en reforzar los aspectos antiimperialistas de los trastornos en estas zonas [Angola y Etiopía]. Pero hacer caso omiso de la lucha por las metas socialistas sólo puede ser contraproducente.”
Esta distinción absoluta entre las metas antiimperialistas y socialistas es una expresión directa del desacreditado dogma estalinista de “revolución por etapas”. La teoría trotskista de la revolución permanente sostiene que en la época actual la lucha contra el imperialismo es imposible sin desafiar directamente el dominio capitalista.
Para poder proclamar que sus análisis a comienzos de los 60 habían resistido la prueba del tiempo, Hansen se ve obligado a falsificar abiertamente las posiciones anteriores del SU. De acuerdo con el “abandono del guerrillerismo” por el SWP a partir de 1969 (recientemente compartido por la mayoría mandelista del SU), en su introducción Hansen critica la línea guevarista de guerra de guerrillas a escala continental por “basarse en una apreciación equivocada de la experiencia cubana y las posibilidades de su repetición”:
“La conclusión general a sacar de este viraje es que para conducir la lucha por el socialismo se necesitan medios más efectivos que una simple banda guerrillera.”
Pero allá en 1963, cuando la primera ola de entusiasmo radical pequeñoburgués por el castrismo, el SU se fundó sobre la base del apoyo al guerrillerismo. Una de las principales lecciones a sacar de las experiencias china y cubana, escribió el SWP en el documento de fundación del SU, es que “la guerra de guerrillas conducida por campesinos sin tierra y fuerzas semiproletarias… puede jugar un papel decisivo en socavar y precipitar la caída de un poder colonial o semicolonial” (“Por la pronta reunificación del movimiento trotskista mundial”). Otro documento del congreso de reunificación del SU hablaba de la posibilidad de “tomar el poder aún con un instrumento desafilado” en los países atrasados.
Esta revisión de la historia no es casual, ya que para presentar la política exterior de Castro como “antiimperialista” el SU ha deformado y disimulado sistemáticamente la verdadera política de La Habana. Así, para responder a la apología “trotskista” del castrismo por Joseph Hansen, es necesario examinar los hechos. El primer período de 1961 a 1965 se analiza en nuestro artículo, “Castro en busca de la distensión hemisférica” (en este número). Aquí, al repasar el zigzagueo de la política exterior cubana desde el “periodo heroico” del guevarismo a mediados de los 60, mostraremos que a pesar de un matiz a menudo más militante, consecuencia de su condición de isla asediada, la política castrista siempre ha sido fundamentalmente nacionalista, circunscrita (cuando no dictada directamente) por la política de distensión de sus hermanos mayores de la burocracia del Kremlin.
De la Tricontinental a la OLAS
Hansen alega que en los primeros años el gobierno cubano apoyó “tanto política como materialmente” los intentos de extender la lucha guerrillera revolucionaria a lo largo y ancho de América Latina, culminando en la conferencia de la OLAS de 1967. Otros dirigentes del SU han alabado en forma similar las tesis de Guevara sobre una revolución continental:
“… este concepto, que es esencialmente trotskista y contrapuesto a la falsa teoría del ‘socialismo en un solo país’, ha sido adoptado por la dirección fidelista de la Revolución Cubana. El llamamiento en la Segunda Declaración de La Habana y la resolución del Congreso Tricontinental [1966] instando a las masas latinoamericanas a tomar el poder político son ejemplos de esto.”
— Hugo González Moscoso, “The Cuban Revolution and its Lessons”, en Ernest Mandel, Fifty Years of Revolutions, 1917-1967
Para comenzar, las tesis de la Tricontinental no respaldan la revolución permanente como tampoco lo hizo la “Segunda Declaración de La Habana” con su llamado a la unidad con “las capas más progresistas de la burguesía”.
Las consignas más “avanzadas” en la declaración general de la Conferencia Tricontinental eran:
“… el derecho al control nacional de los recursos básicos a la nacionalización de los bancos y las empresas vitales, al control estatal del comercio exterior y del cambio, al crecimiento del sector público, a la reconsideración y repudio de las deudas espurias y antinacionales… a la realización de una verdadera reforma agraria que elimine la propiedad feudal y semifeudal…”
— Tricontinental No. 3, noviembre-diciembre de 1967
No hay absolutamente nada en esta declaración que “socialistas africanos”, generales nacionalistas latinoamericanos u otros populistas y demagogos “tercermundistas” no pudieran aprobar —y buen número de ellos firmaron, entre ellos Sékou Toure de Guinea y Cheddi Jagan de Guayana. Entre los participantes de la conferencia también se incluyó varios de los partidos comunistas más derechistas de América Latina, y por un voto de 31 a 9 se respaldó la línea soviética de “coexistencia pacífica” (Adolfo Gilly, “A Conference Without Glory and Without Program”, Monthly Review, abril de 1966).
La afirmación más dramática del carácter estalinista de la dirección cubana en la Conferencia Tricontinental fue el ataque virulento de Castro al trotskismo. Su invectiva se dirigió contra la tendencia posadista —una escisión histérica del SU que después de década y media de una existencia marginal se ha fracturado y disuelto en los límites oscuros de la izquierda latinoamericana— denunciando la aseveración posadista de que Castro había aplastado una fracción guevarista y “eliminado” al “Che”. El “jefe máximo” sacó las viejas calumnias de que los trotskistas “están al servicio del imperialismo yanqui, igual que la Cuarta Internacional”. Y atacó virulentamente al MR-13 guatemalteco, que tenía vínculos con los posadistas y llamaron a la revolución socialista, mientras elogió a su rival, las FAR, orientadas por los estalinistas guatemaltecos, quienes sólo se pronunciaron por la revolución “democrática”.
La respuesta de Hansen (“Adolfo Gilly, Fidel Castro and the Fourth International”, reproducido en Dynamics of the Cuban Revolution) fue regañar amablemente a Castro por “repetir” calumnias estalinistas, expresando la esperanza de que su ataque al trotskismo fuera tan sólo “un episódico paso atrás”, y gastando la mayor parte del artículo ajustando cuentas con los posadistas, entre otras cosas por la insistencia de estos de que Cuba apoyaba la coexistencia pacífica estilo Kremlin. (A comienzos de los años 60, cuando Castro encarceló a los trotskistas cubanos y se destrozaron en la imprenta las planchas para el libro de Trotsky, La revolución traicionada, Hansen y Cía. mantuvieron un silencio criminal.) Solamente cuando el estalinista de vieja guardia Blas Roca (el “Earl Browder cubano”) se sumó a la campaña difamatoria antitrotskista es que Hansen por fin abrió fuego, pero aún entonces lo hizo con mucha cautela para evitar que sus comentarios pudieran interpretarse como un ataque al “equipo de Castro”, que por supuesto incluía a los Blas Roca.
De la Tricontinental emergieron dos organizaciones internacionales dirigidas por Cuba: la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAL) y la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS). Pronto se vio que la OSPAAL había nacido muerta y no hizo nada más que publicar su revista. Pero los cubanos al principio hicieron un esfuerzo de construir la OLAS, incluso formando comités nacionales. (El presidente del comité chileno de la OLAS fue Salvador Allende.) También se llevó a cabo una conferencia en 1967 aclamado por Hansen como “una realización alentadora y un paso hacia la revolución mundial.” Dos años más tarde, un congreso del seudotrotskista SU votó que su trabajo latinoamericano se basaría sobre todo en: “integrarse en la corriente revolucionaria histórica representada por la revolución cubana y la OLAS” (“Resolution on Latin America”, Intercontinental Press, 14 de julio de 1969).
Por esa época Hansen ya se había distanciado del guerrillerismo guevarista y se opuso a la resolución de la mayoría mandelista. Pero no fue esa la posición que él defendió en 1967. En un informe entusiasta (“The OLAS Conference: Tactics and Strategy of a Continental Revolution”, que también se incluye en el libro de Hansen), trató de congraciarse con Castro al “explicar” la andanada antitrotskista de éste en la Tricontinental. De acuerdo con la repugnante apología por el dirigente del SWP, ésta “fue interpretada por todos los elementos de vanguardia con algún conocimiento real del movimiento trotskista como una posible identificación equivocada del trotskismo con la extraña secta de Posadas o, en el peor de los casos, un simple eco tardío de las viejas calumnias estalinistas, cuyo propósito quedaba completamente oscuro.” Procedió a embellecer a la conferencia misma:
“… el significado político de la conferencia de la OLAS está totalmente claro. Marcó la diferenciación fundamental entre la Revolución Cubana y los viejos partidos comunistas y su política colaboracionista de clases.”
Para justificar esta interpretación, exageró el ataque de Castro al Partido Comunista venezolano. Convirtiéndolo en una ruptura con “todos los PC derechistas”. En primer lugar. Castro no rompió con todos los PC derechistas: con la excepción de los PC de Argentina y Brasil, todos los demás partidos pro-Moscú de América Latina asistieron a la conferencia de la OLAS. Y en cuanto al delito de los venezolanos, el líder cubano solamente les exigió que volvieran a sus posiciones de 1962-65, de apoyo a la guerrilla del MIR.
Luego Hansen postula que “Así la cuestión de la lucha armada fue considerada en la conferencia de la OLAS como la línea divisoria decisiva separando a los revolucionarios de los reformistas a escala continental. En este sentido recordaba la tradición bolchevique.” ¡Tonterías! Los bolcheviques consideraban a los narodniki y anarquistas rusos (quienes ciertamente creían en “la lucha armada”) como “liberales disfrazados”. Y un sinnúmero de movimientos populistas, nacionalistas y reformistas han estado dispuestos en determinadas circunstancias a embarcarse en la guerra de guerrillas. ¡El mismo J.V. Stalin no se distinguía precisamente por su reticencia a “empuñar el fusil”! La argumentación de Hansen es simple y llanamente contrabando Mao-castrista, una disculpa para el estalinismo “tercermundista”.
Bolivia-Praga: Castro gira a la derecha
Más aun, poco después de la conferencia de la OLAS el mismo régimen cubano bajó las armas, aunque fuera temporalmente. La catastrófica aventura del “Che” Guevara en Bolivia, aunque testimonia la dedicación del valeroso destacamento vilmente asesinado por la CIA y sus lacayos bolivianos, constituyó un fiasco político-militar desde todo punto de vista. En un emotivo discurso ante una multitud reunida en la Plaza de la Revolución, Castro responsabilizó al PC boliviano por no haber suministrado el respaldo prometido. Pero fue la dirección cubana la que decidió apoyarse en los agentes bolivianos del Kremlin —quienes sólo cumplieron con su papel de siempre— del mismo modo que constituyó las conferencias de la Tricontinental y de la OLAS sobre la base de la participación de los PC latinoamericanos, y rompió rotundamente con el grupo guerrillero guatemalteco MR-13 por su negativa a aceptar la dominación estalinista.
Tomada en conjunto con la aniquilación de los grupos guerrilleros castristas y maoístas en el Perú, así como la situación difícil de las FALN venezolanas y las FAR guatemaltecas, era evidente, aún para torpes empiristas que toda la estrategia guevarista de la guerrilla campesina era un fracaso. (Esta comprensión, sin embargo, no se extendió al SU cuyos apetitos seguidistas son tan fuertes como para cegarlos, no sólo a los principios marxistas sino también a los meros hechos. En 1969 proclamaron a la guerra de guerrillas rural como eje de las luchas, en América Latina por todo un período; cuando no ocurrió ni una sola de tales luchas, concluyeron en 1974 que “la lucha armada” debería incluir también a las guerrillas urbanas; y cuando éstas a su vez desaparecieron, en 1977 concluyen que habían malinterpretado el ritmo de los eventos. ¡Qué perspicacia! Aparentemente el régimen cubano concluyó que los masivos programas de contrainsurgencia del Pentágono y de la CIA habían dado resultado, y consecuentemente suprimió el exiguo suministro de armas a las aisladas bandas de sus partidarios perdidos en las faldas de los Andes.
Aún bajo una presión considerable por parte del coloso imperialista yanqui del norte (Castro una vez remarcó que los políticos norteamericanos se ponen histéricos porque Cuba está a solo 90 millas de Florida; deberían apreciar, dijo, como se sentía él con el estado imperialista más poderoso del mundo a escasas 90 millas de La Habana), los cubanos aparentemente decidieron mejorar sus relaciones con Moscú a cambio de un incremento en la ayuda militar y económica. Así, cuando el 23 de agosto de 1968 los tanques soviéticos entraron a Praga, Castro hizo un importante discurso radiodifundido para apoyar la invasión del Kremlin a Checoslovaquia. Su discurso fue una ducha fría para muchos castristas latinoamericanos y debió haber remecido aún al SU. Pero tanto se habían acostumbrado estos ex-trotskistas a excusar lo inexcusable que Joe Hansen escribió un largo artículo (“Fidel Castro and the Events in Czechoslovakia”, reproducido en su libro) en el cual “lamenta” de paso que Castro no haya visto la invasión checa como uno de los peores crímenes del Kremlin… ¡y a continuación dedica páginas enteras a elogiar las críticas de Castro a la coexistencia pacífica!
Salvo la introducción, el artículo más reciente en Dynamics of the Cuban Revolution data de 1970. De esa manera, más de media década de la política exterior cubana ni siquiera se menciona en el libro de Hansen. No es casual que éste sea el período en que fueron cometidos algunos de los más notorios actos oportunistas de Castro, traiciones que al SU le gustaría escamotear. Durante este tiempo Castro se acercó a cuanto populista aun medianamente nacionalista hubo en América Latina, con preferencia especial por los regímenes militares, alabando sus credenciales “revolucionarias” y “antiimperialistas”. Entretanto, los guerrilleros restantes fueron abandonados a su suerte. Douglas Bravo, dirigente de las FALN venezolanas, al romper con La Habana en 1970 denunció a los cubanos por “concentrarse exclusivamente en fortalecer su economía, suspendiendo toda ayuda a los movimientos revolucionarios latinoamericanos” (Le Monde, 15 de enero de 1970).
El gobierno peruano del General Juan Velasco Alvarado fue el favorito de Castro durante los primeros años de esta década. En 1969 saludó a la junta militar izquierdista en Lima como un “fenómeno nuevo”, es decir, “un grupo de oficiales progresistas jugando un papel revolucionario” (citado por Carmelo Mesa-Lago, Cuba in the 1970’s: Pragmatism and Institutionalization, 1974]). Otro de estos “progresistas pistoleros” fue el General Omar Torrijos del Panamá, que el año pasado hizo sensación al negociar con Jimmy Carter un nuevo tratado sobre el Canal de Panamá, permitiendo a los Estados Unidos mantener el control de la Zona del Canal hasta el año 2000, y otorgándole a partir de entonces un derecho ilimitado de invasión siempre y cuando afirme la existencia de una amenaza contra las operaciones del canal. Además de hacer pasar por revolucionario a este bonaparte entrenado en el ejército estadounidense, Castro le aconsejó a Torrijos tener paciencia, recordándole que los EE.UU. aún controlaba la base naval de Guantánamo y añadiendo, “no tenemos prisa” en recuperarla (New York Times, 13 de enero de 1976).
En otras partes del Caribe, los cubanos han estado cortejando al primer ministro jamaicano Michael Manley. Manley acompañó a Castro a la conferencia de países “no alineados” en Argelia en 1973, apoyó la intervención cubana contra el ataque imperialista de Sudáfrica y la CIA en Angola, y según informes tiene unidades policiales pretorianas entrenadas por La Habana (véase “Political Gang Warfare Escalates in Jamaica,” WV No. 118, 16 de julio de 1976). Y para demostrar que “lo pasado, pasado está”, en los últimos dos años Cuba ha mantenido relaciones de las más amistosas con el primer ministro de Guayana, Forbes Burnham. Este es el mismo individuo que en 1964 desalojó del poder al amigo de Castro, Cheddi Jagan ¡con la ayuda de la CIA!
Pero la mayor traición de todas fue el apoyo político dado por el dirigente cubano al gobierno de la Unidad Popular (UP) de Salvador Allende en Chile. Los dirigentes del SU bañaron en alabanzas a Castro por su denuncia en 1967, del PC venezolano que propiciaba una “vía pacífica” de la revolución; pero cuando tres años más tarde e frente popular chileno llegó al gobierno a través de las urnas, el protagonista histórico de la guerra de guerrillas no pronunció sino elogios a la UP de Allende. En electo cuando Castro visitó a Chile en noviembre de 1971 dijo en un discurso ante la federación sindical CUT: “… nunca hubo contradicción alguna entre los conceptos de la revolución cubana y el camino seguido por el movimiento de izquierda y los partidos obreros en Chile” (Fidel in Chile [1972]). Castro habría expresado críticas “confidenciales” a Allende sobre la falta de movilización de las masas, pero mientras tanto el gobierno frentepopulista, públicamente aclamado por el líder cubano, iba desarmando políticamente a los trabajadores al solicitarles depositar su confianza en el ejército “constitucionalista” y la burguesía “democrática”. El saldo de esta traición: más de 30.000 muertos, 500.000 exilados, una oportunidad revolucionaria aplastada.
Cuba en África
En forma similar a China durante el período anterior al giro en la política exterior de Nixon en 1971, los gobernantes del estado obrero deformado cubano han seguido una política exterior relativamente más agresiva que la de sus mentores del Kremlin, sin dejar de basarse en las estrechas consideraciones nacionalistas de toda burocracia estalinista. “Reformismo bajo el fusil”, lo calificábamos en el caso de los maoístas. Y cuando se presentó una oportunidad de recuperar la aureola de la combatividad revolucionaria y al mismo tiempo hacerle un favor a Brezhnev, Castro y Cía. la aprovecharon en seguida. La coyuntura fue la batalla por Angola a partir de la terminación del dominio colonial portugués a fines de 1975.
Es el nuevo papel de Cuba en África lo que ha motivado los panegíricos de todos los cansados izquierdistas de ayer, ahora personas respetables pero aún dispuestas a apoyar una causa buena. Mientras Washington discute si Castro es un simple peón de los rusos, los seudo marxistas hacen lo mismo. El novelista Gabriel García Márquez, quien cuando se aventura en política se muestra un servil adulador de “Fidel”, ha publicado una extensa entrevista con su “comandante supremo” en la que describe cómo Cuba decidió, independientemente, ayudar al MPLA angoleño contra el asalto de Sudáfrica y la CIA. Hansen también concluye que “el régimen de Castro ejerció cierta iniciativa al introducir la influencia cubana…” Quizás sí, pero obviamente no pudo haber actuado sin el visto bueno soviético (todo el armamento y gran parte del transporte de las tropas cubanas a Angola y Etiopía fueron suministrados por los rusos).
Para apoyar su premisa de que Cuba es un estado obrero no burocratizado con una dirección revolucionaria (aunque tal vez un poco torpe; se olvidan de que Castro ha sido un “trotskista inconsciente” durante casi 20 años, de acuerdo con el SU), Hansen trata de argumentar que la política de Castro consiste en “extender la revolución internacionalmente, oponiéndose de esa forma a la política estalinista de ‘coexistencia pacífica’ con las potencias imperialistas…”.Aquí sí que ha metido la pata pues los cubanos sostienen con insistencia que su política en África cabe dentro del marco de la distensión. Por cierto, en el primer (¡!) congreso del Partido Comunista de Cuba, celebrado en diciembre de 1975 mientras los combates en Angola se libraban con toda fuerza y miles de soldados cubanos se encontraban a bordo de transportes en medio del Atlántico, la dirección castrista se pronunció formalmente por la distensión como política oficial del partido.
¿Por qué se muestra el SWP tan interesado en apoyar las aventuras cubanas en África? Sin duda hay varios motivos. Uno se desprende de la curiosa observación de Hansen: “Un nuevo aspecto de esta intervención es su legalidad… En respuesta al llamamiento [del MPLA], los cubanos actuaron de acuerdo con la ley internacional.” Contrariamente a la afirmación de Hansen antes citada, un importante sector de la burguesía norteamericana vio la influencia cubana como una fuerza estabilizadora en África. No deseando atar los intereses estadounidenses al destino del condenado régimen rodesiano ni a la odiada Sudáfrica, vieron en las tropas cubanas un factor que impedía una guerra civil sangrienta e inconclusa en Angola y refrenaba al voluble demagogo Mengistu en Etiopía. Así, el embajador norteamericano ante las Naciones Unidas, Andrew Young, declaró, en una entrevista televisada que “en un sentido los cubanos introducen cierta estabilidad y orden en Angola” (New York Times, 3 de febrero de 1977). Hansen tiene presente los tiempos cuando el SWP formó un bloque político sobre Vietnam con el ala derrotista del Partido Demócrata.
Ciertamente otro motivo es ocultar su infame neutralidad en el momento de la invasión sudafricana contra Angola en 1975-76. En ese entonces el SWP rehusó tomar partido por el MPLA, respaldado por la URSS-Cuba, contra el FNLA financiado por la CIA y el UNITA ayudado por Sudáfrica. En un informe al Comité Nacional del SWP publicado en el Militant del 23 de enero de 1976 (Sudáfrica lanzó la invasión a finales de octubre de 1975), Tony Thomas conjeturaba:
“Si la intervención imperialista aumenta, como parece altamente probable podríamos, por razones tácticas, decidirnos a favorecer la victoria de uno u otro de los grupos, pero por supuesto sin darle ningún respaldo político.”
En realidad, el SWP nunca llegó a ajustar su línea durante los combates, provocando cierto escándalo dentro del SU.
Los ex-socios latinoamericanos de Hansen (en la lucha fraccional de casi diez años dentro del SU), dirigidos por el camaleón Nahuel Moreno, condenaron al SWP por no haber apoyado al MPLA en este momento crucial y luego haber tratado de tergiversar los hechos para encubrir su posición. El SWP llegó a publicar una “versión final corregida” del informe de Thomas al Comité Nacional (en el libro Angola: The Hidden History of Washington’s War [1976]) en la cual omitieron sus apologías al FNLA y UNITA y añadieron, ex post, su línea revisada de que la invasión imperialista cambió el carácter de la guerra. Después de este escamoteo se atrevieron a publicar un documento interno deshonesto (Doug Jenness y Tony Thomas, “The SWP’s Policy in Relation to Angola: ‘Historic Error’ or a Record to Be Proud Of?”, SWP Discussion Bulletin, 1971) pretendiendo indignarse por la acusación morenista.
Últimamente el SWP fue criticado por la ex-mayoría mandelista (ahora formalmente disuelta, pero aun contando con su propia publicación internacional), que después de ocho años como castristas ligeramente disfrazados de repente descubre unas críticas “trotskistas” de la política exterior cubana en África. El mismo número de Inprecor (21 de septiembre de 1978) que publica una traducción de la introducción de Hansen presenta un contra-artículo del “experto” mandelista en asuntos Africanos Claude Gabriel sobre “El papel de Cuba en África”. Después de fustigar a Cuba por la brutal represión contra la izquierda por parte de sus aliados en Angola y Etiopía (un hecho que Hansen solo menciona de pasada), Gabriel anota:
“Seria, por consiguiente, erróneo concluir mecánicamente que debido a la existencia de conflictos entre Cuba y el imperialismo en África la dirección castrista está fuera del marco de la coexistencia pacífica.”
Los dos ataques a Hansen son, en lo fundamental, racionalizaciones a posteriori. Por su parte, los morenistas son verdaderos expertos en ocultamiento y falsificaciones (conferir sus repetidas autojustificaciones cínicas de su escandaloso apoyo político al gobierno peronista de Argentina en 1974-75) y simplemente quieren un garrote fraccional contra el SWP. Por otro lado, los mandelistas más extremos pasan su gota amarga luego de haberse quemado en su bravuconada guerrillerista.
A diferencia del SWP, cuya capitulación reformista ante los liberales imperialistas los condujo a adoptar una “neutralidad” en favor del FNLA y UNITA durante el asalto imperialista contra Angola en 1975-76, y a diferencia del ala mandelista del SU, que apoyó al MPLA en la riña nacionalista antes de que la invasión sudafricana cambiara el carácter de la guerra civil, la tendencia espartaquista ha mantenido una política principista de independencia política del proletariado con respecto a todos los rivales nacionalistas, a la vez que propugnábamos la victoria militar del MPLA (respaldado por Cuba y la URSS) contra la agresión imperialista (véase “Smash Imperialist Power Play in Angola”. Workers Vanguard No. 84, 14 de noviembre de 1975).
Hansen y Cía. se ven forzados a distorsionar sistemáticamente la política cubana y a reinterpretar solapadamente la propia porque ya hace rato que abandonaron el programa trotskista para ponerse a la cola del estalinismo “tercermundista” y posteriormente de su “propia” burguesía. La tendencia espartaquista ha sido única en sostener que el estado obrero cubano fue, desde sus comienzos, cualitativamente burocráticamente deformado. Aunque una casta burocrática endurecida no se había consolidado al principio, la prepotencia de una dirección bonapartista en la ausencia de formas soviéticas de democracia obrera fue decisiva, como escribimos hace más de 15 años (véase “Hacia el renacimiento de la Cuarta Internacional”, Cuadernos Marxistas No. 1), para determinar el carácter estalinista del régimen de Castro.
Llamando por la defensa combativa de la revolución cubana contra el ataque imperialista, señalábamos al mismo tiempo que la burocracia en vías de consolidación era programáticamente incapaz de dirigir la lucha antiimperialista que a lo largo constituye su única esperanza de victoria: tendrá que ser depuesta a través de una revolución política proletaria. En la medida en que Castro se ha visto cada vez, más enredado en las maniobras globales del Kremlin, abandonando a sus seguidores guerrilleristas, alabando a generales “antiimperialistas” y demás, nuestro análisis marxista se ha visto confirmado una y otra vez. La tentativa de Hansen de inventarle un imaginario papel revolucionario a Castro —cuyas intervenciones en África son simplemente parte del esfuerzo soviético a escala global por ganarse un poco más de espacio para maniobrar dentro del marco de la distensión— es factualmente inexacto, teóricamente fatal y políticamente liquidacionista.
Y no explica la política cubana, ni en África ni en ninguna parte.